domingo, 30 de agosto de 2015

Este relato me lo ha escrito Laura Tinajero simplemente por comentar su fantástica novela El Gramófono de Heringer, que podéis comprar AQUÍ.



Para mí es todo un detallazo porque la admiro como escritora, me ha encantado leerlo. Gracias Laura, sigue así!

EL RELATO:


La cabeza de Luis siempre estaba creando, hiciera lo que hiciera. Cuando comía guisantes, veía en ellos pequeños seres que podían ser los habitantes de un planeta por descubrir. Cuando ponía el lavavajillas, se imaginaba el office de un gran hotel donde un crimen estaba a punto de suceder. Cuando su hija Carlota le preguntaba el porqué de cualquier cosa, se replanteaba guiones ya escritos que terminaba garabateando con lo primero que pillaba: daba igual si era un rotulador rosa de brillantina con olor a fresas y con una princesa de goma eva en la punta. 

Era tan tan tan creativo que en todo veía una posibilidad, en todo veía belleza, a todo le veía su parte cinematográfica. Sí, cuando hacía ESO, también: sí, ya sabéis, lo de siempre, no; lo único. Pero por el momento su mujer le había dicho que dirigir cine porno ni mijita: se estaba jugando vivir en la calle y seguir pagando la hipoteca. 

Una tarde se quedó solo en casa: cosa insólita donde las haya. Tenía el piso para él solito. Su mujer y su hija habían ido a un cumple sólo para chicas. Cuando esos establecimientos de princesas abrieron, Luis se puso totalmente en contra ya que era lo más sexista que había visto en mucho tiempo; pero esa tarde necesitaba un respiro familiar para seguir trabajando en Desierto, su última peli que estaba siendo rodada en el desierto de Almería. 

Tenía que cuadrar agendas, replantear encuadres, escenarios y todas esas cosas que hacen los directores de cine de la factoría Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como. El cine, junto con su familia, era lo más maravilloso que le había pasado en la vida. Gracias a ellos era una persona feliz. Pero no feliz de boquilla; feliz de verdad. Centrado en sus proyectos que le descentraban los pensamientos de manera tan brutal que era como si estuviera enganchado a la sensación de siempre estar a punto de caer por el desfiladero. En sí misma, esa sensación era muy cinematográfica. Pero siempre, cuando ya las manos estaban agarrando la poca tierra agarrable, una mano fuerte tira de él para seguir luchando por sus sueños. 

A los cinco minutos de salir las chicas a esa fiesta de cumple donde las disfrazarían de princesas y comerían tartas rosas, y esas cosas que se hacen en esos lugares de rollo pasteloso extremo, llamaron al timbre. 

“Agggg, ¡me cago en tó lo que se menea!”, exclamó Luis agarrándose la cabeza con los puños casi cerrados. 

Abrió sin mirar por la mirilla pensando que eran sus chicas tan olvidadizas como siempre. Pero no, no eran ellas. 

Un tío de dos metros mínimo, ataviado con un traje negro y corbata plateada, y gafas oscuras, hizo una mueca extraña como si fuera Sheldon de la serie Big Bang Theory. “A ver qué coño quiere el comercial plasta”, pensó para sí Luis. 

“¿Luis Endera Cine?”, preguntó el tipo. “Sí, soy yo”, contestó Luis con media sonrisa pero pensando para sí: “Vaya tío más friki que me llama por el nombre que tengo en Twitter”. 

Y sin invitarlo a pasar ni nada, el tipo empujó a Luis y se sentó directamente en el sofá de la sala de estar. “Pero bueno… ¿Usted quién es?”, preguntó el director totalmente alucinado con el extraño personaje. “Soy Lash”, contestó mirando hacia la televisión. “¿Lash? Madre mía… ¿Y qué quieres, tío?”, preguntó pacientemente marcando el número de emergencias en su teléfono móvil. “Quiero que seas el director de una filmación. Apaga eso”, volvió a contestar el tal Lash sin mover ni un músculo de su cuerpo salvo para hablar y ordenar a Luis que apagara el móvil. 

Luis cortó la llamada que estaba haciendo y se sentó frente al tipo en un sillón pequeño que usaba su hija: “Vamos a ver, tío. ¿De qué me conoces? ¿Qué filmación quieres hacer? ¿Por qué no te quitas esas gafas?”. 

“No me las puedo quitar. Un documental sobre este país. De Twitter”, contestó como si de una máquina se tratara el extraño hombre. 

“Yo no dirijo documentales”, resolvió Luis al tiempo que se levantó para echar al tipo de su casa. “Sí que lo haces. Te pagaré muy bien”, sentenció Lash. “¿Y por qué yo?”, preguntó extrañado Luis. “Porque no darás problemas”, contestó el tipo. “¿Que no daré problemas? Ahora mismo estás saliendo de mi casa si no quieres que llame a la policía”, exhortó sin gritos, para no alertar a los vecinos, con gestos violentos. 

Lash no sólo no se movió del sillón sino que sacó del bolsillo de la camisa un fajo de billetes de cincuenta euros: “Aquí hay diez mil euros. Es un adelanto. Cuéntalos. Revísalos. No son falsos”, explicó poniendo el fajo sobre la mesa de centro que estaba a su derecha. 

A Luis le hicieron los ojos chiribitas, pero aun así no quiso aceptar el dinero, pidiendo de nuevo que Lash se marchara. “Bien. El dinero lo dejo. Mañana vengo otra vez”, dijo a modo de despedida el tipo. 

Una vez que Lash se había ido, Luis cerró muy bien la puerta asegurándose que ese tipo no intentara forzarla. Nervioso se dirigió a los billetes que había dejado esparcidos en la mesita y empezó a contarlos. Efectivamente había diez mil euros en billetes de cincuenta. Parecían verdaderos pero para asegurarse fue a por un bolígrafo especial de esos que venden en los chinos para identificar billetes falsos. Eran verdaderos. Los comprobó todos. 

“Uf, ¿y si es un traficante de drogas? O peor, ¿y si es de la mafia? Habla muy raro, aunque acento extranjero no tiene. Mejor llamo a la policía… Bueno, no. Se quedarían con la pasta y la pasta no tiene nombre. Si lo gasto poco a poco, no pasa nada. Pero… ¿y si viene el tío este mañana con mi mujer y mi hija aquí?”. Luis no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Realmente no sabía qué hacer. 

Por suerte, su mujer le mandó un mensaje diciéndole que se quedarían a dormir en casa de una amiga de Carlota porque sus padres se habían empeñado en que las niñas pasaran el día siguiente con ellos en la casa de campo con piscina que tenían y no volverían hasta la noche del domingo. “Mejor así”, pensó Luis. 

Al día siguiente, a la misma hora, Lash llamó al timbre pero esta vez no iba solo: dos tipos más de la misma estatura lo acompañaban. 

“Luis Endera Cine. Venimos a hablar de negocios”, resolvió Lash. “¿Qué pasa, tío? ¿Y estos dos quiénes son?”, preguntó amistoso Luis. “Agari y Jues”, respondió Lash entrando para la sala de estar con los otros dos armarios empotrados. 

“Bueno, antes de decir si me interesa o no el tema, quiero saber de qué va el documental y cuánto me vais a pagar, cómo, si es con factura y esas cosas. Soy autónomo…”, explicó Luis. 

“Queremos describir la vida en tu país para ofrecer a los habitantes de Glieush un nuevo destino vacacional”, explicó Jues, que en realidad daba igual porque eran los tres idénticos, prácticamente clones. “Joooder, esto es más gordo de lo que yo pensaba. Menudos trillizos flipaos”. 

“Tres millones de euros y derechos de autor”, ofreció Lash o el otro, a saber… Eran clavados. “Había pensado en algo más, pero bueno, para empezar está bien”, vaciló Luis, “¿Y Glashushi, como se llame, dónde está; en Japón, Rusia…?”, preguntó entre risas el director de cine. 

Tras una pausa de un minuto, los tres extraños tipos respondieron al unísono: “Es un planeta que está en la Galaxia Nephelimus”. 

A Luis le entró un ataque, y no de pánico, sino de risa. Cuando ya se recuperó del chiste, añadió: “Pues no va a poder ser. Estoy muy liado y yo no… Pero conozco a un compañero, otro director, que es buenísimo y muy discreto…”.
“No. Vas a ser tú”, dijo uno de los clones. “¿Pero por qué yo?”, preguntó ya un poco más asustado Luis. “Conoces a la gente justa para hacer el trabajo. No conoces a la suficiente para delatarnos”. 

Tras unos minutos, Luis resolvió: “Mirad, el amigo que os digo contará con mi gente, pero tampoco conoce a nadie. Es más mindundi que yo. Daos cuenta de que el gran Carlos Bardem, un gran actor mundialmente conocido junto a su hermano, Javier Bardem, es íntimo mío y hemos hecho trabajos juntos: sería peligroso, muy peligroso”, interpretó magistralmente Luis para quitarse de en medio a los frikis de las estrellas, fueran o no extraterrestres. 

“No”, dijo uno de los tipos. “Que sí, hombre, que sí… que a mí me conoce mucha gente, Julia Otero y todo”, añadió Luis al tiempo que les enseñaba a los trillizos fotos de los famosos que nombraba. “¿Veis? Os habéis equivocado eligiéndome… Yo os devuelvo los diez mil pavos y aquí no ha pasado nada. Es mejor que os dirija…”, continuó Luis. 

“¿Cómo se llama ese director amigo tuyo?”, preguntó el que parecía Lash. “¿El mindundi? Spielberg: ni en su casa lo conocen. No tiene ni cuenta en Twitter, con eso os lo digo todo…”, finiquitó Luis.

“Bien. Contactaremos con él. No cuente a nadie que hemos estado aquí. No nos conocemos”, dijo uno de ellos. “Soy una tumba, acho. Que vaya todo muy bien y que vengan muchos turistas de Guashilandia. Ale, con dios…”, y Luis les acompañó hasta el ascensor para asegurar que se iban de una vez por todas.